En el acompañamiento con niños y adolescentes, sea desde el lugar de padre, cuidador, docente, etc., suele incomodar hablar de pérdida y prohibición. Son palabras que evocan falta, límite, renuncia, pero estas experiencias no son un obstáculo para el niño u adolescente, sino parte de las condiciones que hacen posible la emergencia de un sujeto. Un niño no nace sabiendo esperar, separarse, detenerse o renunciar a aquello que supone un exceso. Todo esto se aprende de la mano de un adulto que encarna una ley, que pone un límite sostenido vía la palabra. Un “no”, la introducción de la espera, una ausencia, inauguran un sentimiento de pérdida que sirve de hincapié para posibilitar el deseo, solo en falta se desea algo más.
Sin embargo, los contextos en los que crecen hoy los niños y adolescentes ponen a prueba esta estructura básica. El acceso inmediato a estímulos, la rapidez de las interacciones, la dificultad de sostener la atención, el lugar creciente de la tecnología en la vida cotidiana… cómo inciden en la posibilidad de esperar?, ¿en la manera de tramitar la frustración?, ¿en la comprensión de límite, norma o autoridad? Estas preguntas son necesarias porque muchas respuestas sintomáticas en la infancia y adolescencia son efecto directo de una dificultad para orientarse en un mundo que no regula, o que lo hace de forma contradictoria.
Subrayar la importancia de la norma como herramienta de subjetivación y no como mecanismo de disciplina es algo que debe atravesar todo acompañamiento de una crianza. Los niños que llegan con diagnósticos o con conductas que la escuela considera disruptivas no están “fallando” en su desarrollo, sino mostrando que algo de la ley ha quedado suficientemente transmitido. Cuando la norma desaparece, el niño queda sujeto a su impulso y exceso; cuando es rígida o desproporcionada, queda atrapado en la obediencia o la culpa. En ambos casos la subjetividad tiene poco espacio para instalarse.
La norma, bien encarnada, opera de otra manera: abre un lugar. Permite que el niño reciba una coordenada clara sobre qué puede hacer y qué no, y desde allí decidir, responsabilizarse, elaborar. No le exige ser otro, sino ubicarse frente a lo que hace. La norma invita al niño a ser sujeto, no un objeto de corrección, medicación o estandarización. Cuando la norma no es transmitida, el síntoma aparece como un intento de poner un límite donde el adulto no lo puso; cuando sí se transmite, el síntoma puede transformarse en pregunta, en palabra, en una postura singular frente al mundo.
Esto se vuelve especialmente visible en la adolescencia. Allí, la pérdida se reactiva con fuerza: se pierde el cuerpo infantil, se pierden ciertas certezas, se reconfiguran los lazos. Y frente a esa pérdida, el adolescente prueba las normas, las tensa, las cuestiona. No para destruirlas, sino para verificar si del otro lado hay un adulto. Sin embargo, cuando el adulto retrocede —por miedo al conflicto, por evitar el malestar o por no saber cómo sostener su posición— el adolescente busca construir un límite por sí mismo, muchas veces a través de conductas extremas. Pero cuando el adulto sostiene la norma desde la palabra, sin violencia y sin renunciar a su función, se abre la posibilidad de tramitar el malestar de otra manera.
Acompañar a niños y adolescentes implica entonces no borrar la frustración, no evitar la prohibición, no esconder la pérdida, sino ofrecer un lugar donde estas experiencias tengan sentido. Esto se logra no desde eliminar diferencias o normalizar comportamientos, sino transmitiendo límites que den lugar a la singularidad del niño u adolescente sin desbordarlo.
La norma no es el fin del camino, sino su condición. Allí donde se transmite con claridad y sensibilidad, los niños pueden asumir su palabra, hacerse responsables, tramitar su malestar y, sobre todo, encontrar formas más elaboradas de estar con otros sin quedar fijados a etiquetas, diagnósticos o posiciones que los empobrecen.
Pensar la infancia y la adolescencia desde la pérdida, la prohibición y la norma no es volver al pasado ni endurecer la crianza. Es, más bien, recordar que todo sujeto necesita que otro lo sostenga, que no huya de su función – por más incómoda que sea –, y que no confunda libertad con abandono, ni la disciplina con castigo. Así, estos otros que sostienen y alojan al sujeto niño u adolescente, desde la norma, la prohibición y el límite; genera un escenario que le permite a cada uno encontrar un modo singular de responder a lo que pierde, pero también le permite hacer un lugar en el mundo, no por fuera de él.